MI TESTIMONIO COMO MISIONERA AGUSTINA RECOLETA

Comparto con nuestros lectores este testimonio que hace un mes me pidieron y como estamos en Pascua creo que es oportuno recordarnos que los caminos del Señor no son nuestros caminos. 
Me han pedido que escriba mi testimonio acerca de mi experiencia como religiosa en esta familia carismática de misioneras agustinas recoletas, del viejo tronco de la orden agustino recoleta.

Se me pregunta el porqué me atreví a vivir en esta familia de hermanas siendo un desafío siempre la fraternidad por las dificultades que genera la convivencia y los retos que cada etapa de nuestra vida nos presenta.

En primer lugar, quiero compartir que mi vocación surgió en mi pueblo de las Gabias (Granada) junto a una comunidad de misioneras agustinas recoletas, que yo no conocía muy bien, pero que en los albores de mi vocación una religiosa mar, Naty Díaz, (profesora mía de religión en la escuela pública) se fijó en mi; se me acercó y me preguntó:  ¡oye, Nieves Mary!,  ¿tú no quieres ser religiosa?…porque te veo muy  comprometida con la parroquia. Yo que tenía quince años le dije: “¡yo quiero ser misionera!”…y es que todavía no comprendía que no había diferencia entre ser consagrada y ser misionera.

Ella me invitó a su comunidad; una casa sencilla de familia. Allí me mostró un hogar, una Betania. Allí estaban Madre Ángeles García, nuestra cofundadora, Gloria Sánchez, y Naty Díaz. Su acogida, su sencillez, el testimonio de Madre Ángeles, con sus visitas a los enfermos y la armonía que percibí en aquel primer contacto me cautivaron. Empecé a entablar contacto con  Naty, mi primera acompañante que me duró poco, porque murió joven. Pero en ese corto tiempo, en unos paseos por la vega de mi pueblo teniendo de fondo la impresionante belleza de  Sierra Nevada y las verdes y esbeltas alamedas, ella me compartía sus sueños de consagrada, y yo sentía que mi corazón ardía. Allí, en aquellas caminatas comencé a  conocer la vida religiosa, la vida fraterna, la vida misionera;  esa vida donde cada uno tiene sus “cadaunadas” como decía el p. Ayape, oar;  pero donde se aprende a amar y a sentir el buen olor de Cristo, que transmite dulzura, esperanza y esa plenitud de sentido que todos en el fondo añoramos continuamente.

Fue así como, cuando le dije que quería ser misionera, ella me dijo, “¡nosotras somos misioneras!”. ¡Claro, al principio no entendía!, porque pensaba que para ser misionera había que salir del pueblo, y ellas estaban allí y yo no las veía como misioneras a mi estilo, según había visto en los documentales  de TVE sobre África donde yo me soñaba realizando mi proyecto de vida con nuestros hermanos más pobres.  

Después de un proceso de acompañamiento y de conocer realmente el baluarte de  Madre Ángeles, misionera en China y acompañarla en algunas visitas a los enfermos, ya anciana, por las calles de mi pueblo, me fui enamorando de las mar y entré en la congregación.

San Blas (Madrid) fue la comunidad que me acogió como postulante. Estaba inserta en un barrio pobre, en una comunidad sencilla de hermanas españolas y extranjeras, en una parroquia de línea  focolar espectacular. La vida comunitaria era para mí una realización plena de mi existencia que se vio truncada con el cáncer de mi padre que me hizo volver a mi pueblo para acompañarlo en su enfermedad junto con mi  madre, y que después de su muerte pude rehacer volviendo a la comunidad, convencida  de que eso era lo que quería el Señor de mi.

Pasé mis etapas de formación, ilusionada, y siempre soñando, si no en África si en salir del país para entregarme a los pobres como  respuesta a la llamada del  Señor. Siempre hubo dificultades comunitarias; desajustes, incomprensiones, pero mi meta siempre apuntó al ideal.

Algunas experiencias fueron difíciles, sobre todo en el juniorado donde mis expectativas se cerraban, y a pesar de que lo pasaba mal en algunas ocasiones, y percibía cierta mediocridad en nuestras relaciones y distancia por parte mía, seguí permaneciendo; nunca dudé de mi vocación aunque por no encontrar dentro un clima de autenticidad metí la pata muchas veces, pero siempre permanecí a la espera de que el Señor le diera cabida a mis sueños.

Un día llegó lo esperado: ¡vas para América, en concreto, para Venezuela! Después de un año en Caracas, convalidando estudios para terminar la carrera de filosofía, me enviaron a la misión; a la vicaría parroquial san Agustín, al sur del Estado Anzoátegui, en el llano oriental venezolano.

 Era una comunidad internacional; era un lugar apartado de la civilización, era como la tienda de Abrahan, pues nuestra casa misión de Atapirire era sencilla, como la de los vecinos….y en las noches multitud de estrellas servían de techo a nuestra casa en la tranquilidad y la paz de la sabana. Yo no echaba de menos a nada ni a nadie. Me sentía libre. Allí me sentí misionera itinerante, con una comunidad suigéneris, donde pensábamos y soñábamos  juntas, compartíamos vida y misión, discerníamos el querer de Dios en la realidad de nuestros pueblos de la vicaría; poníamos al común nuestros talentos para construir iglesia-reino, aprendiendo de los pobres, compartiendo sus carestías de luz, de agua, de sacerdotes, y aprovechando las largas carreteras de sabana para meditar en lo profundo el sentido de dejarlo todo por Jesús y tenerlo todo sin añorar nada. Esa experiencia fue marcante en mi vida. Nunca experimenté tanta felicidad como cuando viví en el margen, en la periferia, donde acaba el asfalto y los curas no quieren ir porque no les deja remuneración el aporte pobre de nuestros empobrecidos; donde los gobiernos de turno solo aparecían para buscar el voto y desaparecían para cumplir sus promesas.

La vida comunitaria no ha sido fácil; trae muchos sufrimientos. Pero un día comprendí con tantas caídas y desaciertos; con muchos logros pero también con muchos pecados que la misión no estaba fuera de mí sino dentro. En lo más querido de mi vida experimenté mi pecado, y eso me hizo reaccionar. El reino se construye dentro de nosotros; es como el granito de mostaza que va creciendo, pero que hay que tener cuidado con la cizaña. Y  empecé mi vuelta atrás; empezó mi conversión. La viceprovincia cuando me trasladó de la vicaría me dio la oportunidad de participar en el curso de formadores. Este Kairós permitió en mi vida un giro de 380 grados. Viví una experiencia profunda de conversión; sanación de heridas, discernimiento de espíritus, decisión por la oración como pilar fundamental de mi existencia y apuesta total y radical por la comunidad.
A partir de allí empecé a asumir tareas formativas y de acompañamiento a personas: formandas y religiosas, y después en la animación de las comunidades. Seguí apostándole  a la comunidad comprendiendo, que no soy consumidora sino constructora, y creyéndole al Señor que su proyecto es la comunión empezando por casa.

Cuando me dieron la tarea formativa como maestra de novicias del noviciado común, sentí la grata experiencia de que el Señor en mi proceso de conversión me había liberado de muchas ataduras, apegos para centrarme solo en Él, y hacer de Él mi único centro vital.

Y dije, sí, acepto esta nueva misión. No la quiero yo, la quiere el Señor, y yo soy en el decir agustiniano, su simple jumento. Nuestro  carisma exige disponibilidad total, que invita a dejarme llevar por el Espíritu. Como buena española, de sangre aventurera y peregrina, he experimentado en estos dos años y medio que llevo al frente de la formación una riqueza inmensurable. Ese sí que  di, lo di consciente. No estoy atada a nadie, y nadie me ata. Soy libre para el Señor y permanezco a la escucha para ir por donde su Espíritu me lleve, confiada solo en que El me conduce por caminos desconocidos pero ciertos, porque Él nunca se equivoca.

Asumí la formación como un reto para mí. Empezamos a soñar poniendo en práctica nuestras constituciones y el sueño de nuestros fundadores. Acogimos a las jóvenes de otras culturas y mentalidades pero con una propuesta clara: Proyecto de vida desde la experiencia fundante, discernimiento espiritual, examen del  día para descubrir la voluntad de Dios, espacios comunitarios de oración, lectio divina, tolle lege, examen comunitario de conciencia, lectura espiritual, trabajo en equipo, cero televisión para darnos el espacio en el recreo  para compartir  experiencias, jugar, hacer manualidades  mientras contamos anécdotas, cantar, bailar, dramatizar, celebrar. Estudio y silencio para una mentalidad evangélica, humanizada, profundizando  allí en el océano inmenso de nuestra interioridad para entrar en sintonía con el Amor; inserción en el barrio para acompañar donde la vida clama, y acompañar los procesos formativos de cada formanda en forma de mayéutica para hacer emerger de cada una lo mejor de sí misma.

La orden me permitió entrar en la dinámica de revitalización por medio de la capacitación de los retiros y talleres de oración agustinianos. Eso fue otro Kairós donde se me abrió el panorama; no solo profundizar en la Palabra, en la vida y doctrina de san Agustín en el estudio con nuestras formandas, así como la de nuestros fundadores y documentos eclesiales  sino profundizar y apropiarnos todas de la riqueza de nuestra espiritualidad agustiniana donde lo primero que se nos proponía era la comunidad, el sueño de Jesús, el sueño de Agustín.  Todo el año pasado fue un retomar estos temas en la formación, con las hermanas, con profesores y padres de familia que han nutrido mi deseo agustiniano de comunicar nuestro carisma y espiritualidad pero tomando la decisión de amar y apostarle a la comunidad como primer campo de evangelización.
El papa Francisco en su carta a los consagrados nos marca tres ejes transversales para reconfigurarnos, o reestructurarnos, revitalizarnos o cuantos re queramos poner…simplemente se trata de volver y centrarnos en la Palabra, humanizarnos, y salida misionera, que es entrada misionera para nuestra propia re-configuración. Desde que tomé la vida en mis manos, desde que asumí la formación y la decisión de pertenecer por completo al Señor, mi vida ha cambiado. Soy una persona feliz en mi vocación, en mi carisma y lo que he recibido gratuitamente y a punta de misericordia de Dios quiero hacerlo extensible a todos mis hermanos. Nuestro carisma no pasará nunca, porque el proyecto de comunión y humanización que el Señor quiere empieza por casa y como dice san Agustín, de la exuberancia del amor brota la misión. Hoy las mar y los oar estamos llamadas/os a apostarle a la comunidad, empezando por nosotros mismos, sanando heridas, resentimientos, transcendiendo lo terreno para no pudrirnos, porque nuestra meta está en la ciudad de Dios que es segura pero que requiere de nosotros un gran empeño; el empeño de reconocernos mendigos de la gracia de Dios que colma de bendiciones a los humildes y derriba a los soberbios.

Si me pidieran una palabra más yo diría: hay que volver a la humildad del corazón, a la sencillez, a la caridad como decisión en la construcción de la comunidad y a la alegría como signo verídico de sentirnos amados, convocados y autoapoyados en el Dios de la alegre misericordia.  


Nieves María Castro Pertíñez. MAR












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